jueves, 2 de agosto de 2018

De Fantasmas, de amor y de otras cosas (primera parte)



Se dice que al morir una persona su energía se desprende del cuerpo para pasar a otro plano; sin embargo, si la persona deja algo pendiente en la vida, algo inconcluso, su energía queda atrapada en esta dimensión hasta que, de alguna manera, logre resolver aquello por lo cual no pudo trascender. La inmaterialidad propia de un fantasma se vuelve un impedimento para que éste logre comunicarse con los vivos, confinándolo en muchos casos, a penar eternamente. 
En realidad no sé por qué quería contarles esto. 
Mentira. 
Sí que lo sé. 
Miro el reloj y son las cinco, seis de la mañana. La última vez que pestañeé eran las tres. La avenida está vacía y sigue rota. No hay una gota de viento, ni autos pasando ni gente caminando. Nada parece tener suficiente vida como para emocionarme. Estoy escribiendo sobre eso, y sobre fantasmas.
Me paro. Me levanto. Camino un poco por el comedor. Recapitulo. Todas las historias de amor son historias de… algo. Todo es una broma infinita. Sigo parado. No encuentro la corbata adecuada. Me vuelvo a sentar.
¡La vida del escritor es una mierda! 
En mi cabeza, resuenan frases como: 
“Ella era una persona segura de sí misma con un increíble ojo para el detalle. Podía llegar a tener múltiples emociones, como si vivieran muchas personas dentro de ella a la misma vez. Le preocupaba mucho su apariencia y por la forma como el mundo la captaba, era sensible, dominante, narcisista, y el interior de su auto era un desastre total. Me gustaba. Tenía una personalidad autodestructiva y se volvía en contra de ella misma cuando las cosas se ponían realmente difíciles”.
Pensaba en esas frases y me decía a mí mismo: es ella, sin dudas ES ELLA. Pero también pensaba en lo que me había dicho antes de irse. No escribas sobre mí, ni se te ocurra, hijo de re mil puta. ¿Y sobre qué querés que escriba, sobre fantasmas? ¡Ya me ganó de antemano el muy turro! ¡Qué sé yo, tarado, pero de mí ni se te ocurra! ¡Ni de esto! Bueno, como quieras. ¿Cómo qué “como quieras”? ¡¡Te acabo de decir lo que quiero, pelotudo!! ¿Te podes ir, por favor? 
Es fácil volverte loco en un mundo con personas así. 
Mejor volvamos.
Estaba sentado en la mesa del comedor, lata de cerveza en mano, masticando algunas cuestiones en la cabeza y esperando a que todos se fueran. Había tenido una semana mala, un mes malo, y no me gustaba mucho recibir visitas inesperadas. Había pasado la tarde en la cama recuperándome de la noche anterior cuando el timbre sonó y algunos de mis amigos vinieron y de repente estaba vestido y rodeado de personas que conocía y otras que no. Supongo que nadie tenía mejores planes. Mi plan era simple, rimaba con Jameson, pero el tiempo pasaba y parecía haber cada vez más gente, más movimiento, más conversaciones sobre cosas que no entendía. Yo empezaba a sentirme cada vez peor y peor: necesitaba estar solo con mis propios pensamientos ajenos a todo ruido, y seguía tomando lata tras lata para intentar calmarme pero no me salía muy bien, me moría de a poquito, de manera poética. Rogaba que alguien se diera cuenta que se tenían que ir pero no lo hacían. Cada tanto alguien me saludaba. No sé por qué no se iban. Afuera llovía de a ratos. 
Una chica se sentó del lado opuesto de la mesa. Parecía cansada. Agarró un vaso usado y vació el contenido en otro vaso todavía más usado. No la conocía. Seguro había venido con alguna amiga de David. Se sirvió mucho fernet y poca Coca Cola. El hielo se había acabado pero no pareció importarle. Nunca había visto a esta chica en mi vida y sin embargo me parecía haberla visto en todos lados: pelo largo, brillante y desteñido en las puntas, ojos pintados, rubor en los pómulos, labios rojo carmín profundo, demasiado perfume, aros grandes -con plumas y cosas de colores-, y salpicada por todos lados de animal print. Era como la copia de una copia gastada. Por alguna razón estaba pendiente de su celular. Lo prendía y lo apagaba constantemente. Escribía algo y luego se quedaba esperando a que pase algo que parecía no suceder. Trinaba de furia pero apenas se le notaba, salvo en los ojos. No sonreía ni por asomo. 
- Qué lindo departamento…
- Gracias.
- …
- ¿Cómo te llamás? –pregunté.
- Victoria.
- Gracias, Victoria.
Victoria comenzó a dar vueltas por el comedor con los ojos y a investigar todo a su alrededor. Tenía la espalda descansando en el respaldo de la silla. Cada vez que apoyaba el vaso en la mesa, aprovechaba para servirse más fernet de a chorritos y trataba de enfocar la vista en la pantalla de su celular oscuro y sin vida. Y yo pensaba PARA QUE CARAJO TE SENTASTE QUERES HABLAR O SEGUIR CON EL TELEFONO SINO NO TE SIENTES Y LISTO pero no se lo decía. Qué se yo. Hacía treinta segundos que la conocía. 
- Te gusta leer, ¿no? –preguntó, y apoyó los codos sobre la mesa. 
- Sí
- ¿Y qué estás leyendo ahora?
- Ahora nada. Ayer terminé un libro de Palahniuk.
- ¿Quién?
- Chuck Palahniuk. ¿Viste “El club de la pelea”?
- Sí.
- Bueno, él escribió la novela en la que se basa la película.
- ¡Mira vos! No sabía…
- Me gustaría que hagan una película del libro que terminé de leer, pero no creo que pase –dije, como para arrancar a no aburrirme.
- ¿Cómo se llama?
- Condenada. 
- ¿Te gustó?
- Tiene sus momentos. 
- A mí también me gusta leer.
- ¿Ah, sí?
- Sí. 
Unos minutos después, la situación se volvió un poco más agradable. La cerveza entraba bien. La charla no era gran cosa pero era algo para hacer. Alrededor de Victoria resplandecía una angustia, o eso creí ver, pero tampoco me dejé asustar: las primeras impresiones son tiranas cuando se vuelven una costumbre.
- ¿ Y qué has leído últimamente? –pregunté.
- Me recomendaron a Carver, así que le estoy por dar una oportunidad.
- “Tres rosas amarillas”, luego el resto.
- Bueno, gracias.
El corazón me volvió a latir.
- ¿Leíste algo del viejo Hank?
- Sí, algunas colecciones de cuentos y poemas.
- Uno de mis poemas preferidos de él es OH YES –dije.
- Sí, lo conozco. ¿Vos crees que hay peores cosas en el mundo que estar solo?
- Sí –dije- pero todavía no estoy seguro de haberlas experimentado.
- Vos escribiste sobre la soledad, ¿verdad? Le dedicaste un capítulo entero.
- ¿Leíste mi libro?
- Sí, me lo prestó mi amiga, esa que está ahí –señaló a una chica que estaba en el balcón fumando un cigarrillo, y luego dijo-: me gustó mucho, menos el capítulo de religión.
- ¿Crees en Dios?
- Creo en algo, pero no lo llamo Dios. Si fuera creyente no me hubiera sentado a charlar con vos, tu opinión de “ÉL” en tu libro no es muy buena.
- Puede ser –dije.
- ¿Puede ser?
- Sí, puede ser. No sé. No me gusta hablar de religión, siempre genera problemas. Es como hablar de política. 
- Es cierto eso ja ja.
- Puede ser. No sé.
- ¿Esa es tu respuesta para todo? PUEDE SER NO SE
- No..., ¿ves?
- Sos medio idiota, ¿no?
Victoria me miró y trató de entender mis facciones. Tomó un sorbo que dejó el vaso a la mitad y lo volvió a cargar de fernet puro. Luego apoyó el celular en la mesa al lado de unas llaves. El celular destellaba de tantas notificaciones. 

- Serías más lindo sin tanta barba –dijo tropezándose algunas vocales-. Tenés lindos ojos.
- Gracias –contesté, y dudé cómo seguir. En mi cabeza Victoria ya estaba desnuda, con sus piernas rodeándome la cintura y con los muslos al rojo vivo. 
- Si me afeito, parezco un fantasma, creéme.
- No creo en fantasmas.
- Crees en “algo” al que no llamas Dios, ¿y no crees en fantasmas?
- No me convencen. 
RING.
- Tampoco están para que le creas lo que te dicen…-dije, ya un poco cansado del ping pong.
- Yo no le creo nada a nadie nunca más. 
RING RING.
- ¿Tan golpeada venís? 
RING RING RING.
- Sí… -suspiró, y nuevamente se escuchó: 
RING RING RIIIIIIIIING.
Victoria se paró de la silla con el teléfono en la mano y me pidió si podía ir a atender el llamado en la habitación. Le dije que no había problema. Me quedé sentado con las piernas estiradas y agarré mi teléfono. Cero actividad a la vista. Lo puse en vibrador y lo volví a apoyar en la mesa. Tomé el último sorbo de cerveza y fui en busca de más. De la habitación salían gritos en forma de eco. Llegué a la cocina y abrí la heladera, agarré tres latas y volví al comedor. Miré un poco alrededor. Una reunión a la cual no me interesaba pertenecer. Una ironía. Sonaba Jamiroquai y todos hablaban de algo. Me senté y cuando levanté la mirada, Victoria se estaba sentando nuevamente. Tenía la cara hinchada.
- ¿Estás bien?
- Sí, pero creo que necesito un poco de aire.
- ¿Querés acompañarme a comprar hielo? Ya no queda.
- Dale.
Bajamos por la escalera y salimos a la calle. La vereda estaba mojada y los árboles goteaban. Había parado de llover.
- Era mi ex. El del llamado. Quiere volver conmigo.
- ¿Y vos querés volver con él? –pregunté.
- Puede ser. No sé.
- ¿Esa es tu respuesta para todo? –dije.
- Ja ja ja a veces. La verdad es que lo quiero mucho pero ya se terminó. Hace unos meses me engañó con una compañera de trabajo y yo no perdono ese tipo de cosas.
- ¿Es por eso que no te gustan los fantasmas?
- ¿Y qué tiene eso que ver?
- Mucho, si lo pensás detenidamente.
- No quiero pensar ahora.
- Bueno. 
- …
Dejamos de hablar por las próximas cuadras y eso me gustó. A Victoria la estaban acechando sus propios demonios y me pareció una mejor idea caminar con la boca cerrada a que tal vez sintiera que la estaba atacando demasiado. Aparte, ¿cuál es el problema con el silencio?
Llegamos a la estación de servicio. 
- Hola, dame una bolsa de hielo –dije.
- …y un Camel Box….
- No sabía que fumabas. Y un Camel Box.
- ¿Vos fumás esos cigarrillos raros?
- No son raros, son Gitanes.
- A mí no me gustan los cigarrillos negros.
- No son negros, ya no se consiguen de ésos. Éstos son rubios.
- Yo siempre fumé Camel.
- ¿Te puedo preguntar algo? –dije, cuando la verdad es que no tenía nada para preguntar.
- Lo que quieras.
- ¿Lo que quiera? No me des esa libertad.
- ¡Ah! Escritor, ¿no? –dijo riéndose, luego se acomodó el flequillo hacia un lado y me señaló con un dedo-. Sobre todo por la barba.
- ¿Cuál es el problema que tienen las personas con las barbas? Me siento más cómodo con barba, no es un crimen.
- A mí me gusta cómo te queda, pero sin barba serías más lindo. Te lo dije hace un rato.
- ¿Sí? No me acuerdo muy bien.
- Me dijiste que si te afeitabas parecías un fantasma…
- Ah, es verdad. Si me afeito, no vas a creer que existo. 
- EL ESCRITOR FANTASMA, me lo imagino ja ja ja.
- No es una mala idea eh –y preferí mentir piadosamente. Después le di los Camel.
- Gracias. ¿Tenés fuego?
- Sí.
- A mí también me gusta escribir, cada tanto, como para descargarme, pero no se lo muestro a nadie. Me da un poco de vergüenza.
- ¿Vergüenza? – pregunté.
- Sí. No escribo hace mucho. ¿Vos hace cuánto escribís?
- Desde los quince, más o menos. Y hace muy poco que lo hago sin vergüenza.
- ¿Qué querés decir?
- Que no es fácil perderle el miedo.
- ¿Lo fue para vos?
- Si te digo PUEDE SER NO SE me vas a querer pegar, así que te digo que no –dije con un aire de conquista barato. Mi consejo es que te lances. 
- Sos un chamuyero, ¿sabes?
- ¿Hablar con propiedad es chamuyar?
- No se responde una pregunta con otra pregunta.
- Bueno. No soy chamuyero. Ahora vos.
- Bueno. No. Es que todo me suena a mentira últimamente. Te lo dije.
- Vos me preguntaste, yo quería responderte. Si querés puedo volver al silencio, no me molesta en absoluto.
- No, me gusta en lo que nos estamos metiendo. ¿Algún consejo más?
- Sí, no cruces todavía que el semáforo está en verde.
Usé mi brazo como barrera y Victoria dejó de moverse. Por alguna razón dejé el brazo en el aire y no lo bajé hasta que los autos frenaron pisando la senda peatonal. Cruzamos la avenida y abrí la puerta del edificio, subimos y cuando entramos, nada parecía haber cambiado mucho en nuestra ausencia. Mis amigos seguían ahí, dispersos entre la cocina, el comedor y el balcón, acompañados de las personas que seguía sin conocer, y todos tenían un trago en la mano. Seguía sonando Jamiroquai y había tres colillas paraguayas en el cenicero. Puse el hielo sobre la mesa y fui el héroe por unos quince segundos. Después cada uno siguió en su propio mundo. 
- Necesito pedirte un favor, y necesito que lo cumplas. Antes de contártelo, necesito que me prometas que lo vas a cumplir –dijo Victoria-. PROMETELO.
- Depende de lo que sea…
Victoria se acercó con todo su cuerpo unos centímetros. 
- Seguime el juego…dale…
- Bueno, prometo que lo voy a cumplir.
- Quiero verte sin camisa –me susurró.
- ¿Eh?
- Eso. Quiero verte sin camisa, y sin pantalones y sin ropa interior. Quiero que me desnudes y me toques y me chupes y me hagas TODO lo que quieras, TODA la noche.
- ¿TODA la noche?
- TODA la noche.
- Estoy algo borracho...
- Yo también, la vamos a pasar genial.
Victoria se alejó esos exquisitos centímetros que segundos antes nos habían acercado y se quedó con la mirada clavada en mi mentón. Durante ese instante de desapego sentí una electricidad, o eso me pareció. La verdad es que seguramente era esa puta e inevitable necesidad de sentir algo parecido al amor cada tanto, y digo PARECIDO porque amor no era y nunca lo iba a ser. Yo estaba solo y ella estaba sola. Victoria parecía sensible, dominante, narcisista, pero eso ya lo saben, y lo que aún desconocen de ella les puede llegar a dar una idea más o menos acertada del tipo de persona que me había topado, gracias a una pura casualidad llena de intención sin causa. Antes de irse en dirección al balcón con su paquete de Camel, Victoria me manoseó un poco la entrepierna y yo me puse a transpirar como si hubiese corrido durante una hora en el desierto. Eso me despabiló. Me tomé la última lata en tres sorbos y la sangre ya me galopaba desde el corazón hasta el órgano en el que desembocan los conductos del tracto genitourinario. Me paré y fui a mear con una tremebunda pero tierna erección. Volví apurado con ganas de concluir algunas cuestiones.
- Bueno, chicos, creo que es hora de irme a dormir…
- ¿En serio? –preguntó David.
- Sí, estoy cansado, tengo que limpiar este quilombo y ustedes se tienen que ir a… ¿cómo se llama ese lugar?
- Privilege. 
- Cierto, en la esquina fantasma donde nada funciona. 
- Sí, está embrujado, seguro que en un mes deja de existir.
Bajé a abrir la puerta del edificio lo más rápido que pude. Saludé a los que conocía y volví a subir. La puerta del baño estaba cerrada. Finalmente se abrió. Victoria salió de nuevo con la cara hinchada, pero como me imaginaba lo que me iba a responder, no dije nada. Me acerqué con ternura, la abracé, le di un beso y comencé a tocarle el culo. Mi eje estaba tan distorsionado por el alcohol que si no me sostenía sobre ella, me caía. Ella también empezó a tocarme el culo y me bajó los pantalones. Estábamos en la puerta del baño, justo al lado de un espejo vertical de madera oscura. A través de él vi a la boca de Victoria hacer maravillas, y me refiero a increíbles maravillas. Succionaba delicadamente el tronco con los labios mientras recorría la cuestión de arriba hacia abajo, y luego de abajo hacia arriba; intercalaba los movimientos y la intensidad de la acción como si lo hubiese ensayado cientos de veces. De a ratos la cuestión desaparecía en su boca y luego de algunas arcadas volvía a aparecer.
No podía aguantar más.
La agarré de la cadera y la empujé a la habitación. Pesaba menos que una pluma. Me saqué los pantalones y casi que la desnude con la mirada. Mi tiré encima de ella y dimos unas vueltas entre las sábanas hasta que por fin se quedó arriba. Sus gemidos eran fuertes y claros y sin embargo su movimiento pélvico era más bien suave. Cada unos segundos me retorcía las tetillas como si quisiera sintonizar una radio antigua. Quería gritar de dolor y de placer pero no podía. Si abría la boca iba a vomitar. 
- Apretáme la garganta con las manos –dijo Victoria.
- Emhgh…
- ¿Qué?
- Nada, nada –dije por encima de la acidez de mi estómago-, pero dejáme tranquilos los pezones.
- ¡Ah! ¿Qué, no te gusta? Sos un putito. Todo sensible, ¿no? ¿No te gusta disfrutar? ¿Te gusta que sea fácil? ¡Ahorcáme! YAAA.
Mientras le apretaba la garganta con la menor cantidad de fuerza posible, Victoria seguía obsesionada con retorcerme el alma. El pezón izquierdo, que ya lo sentía arrugado y gastado, empezó a sangrar a través de diminutas gotas que se aferraban a los pelos que todavía no me había arrancado con los dedos. Victoria notó el corte y la sangre que se amuchaba. 
- Yo me encargo de esto –dijo, y succionó con tanto esmero la herida que quise aplaudirla. No sé por qué, pero quise hacerlo. Luego volvió a su posición, conmigo atrapado abajo, y me sonrió con las paletas manchadas de sangre.
Decidí ponerme arriba para no darle espacio alguno a esas manos-pinzas que tenía. Antes de meterme en ella nuevamente, un espacio en blanco me dio un respiro y aproveché el momento para tomar un poco de aire y sacudir la cabeza. Toda la habitación me daba vueltas. Victoria no quiso esperar más y me acomodó entre sus piernas, enredándome la cadera y dejándome sentir el calor de sus muslos. Empecé a moverme y me metí de lleno en lo que estaba pasando. Cerré los ojos y los mantuve cerrados. Si los abría, iba a vomitar. Creo que si hacía cualquier otra cosa aparte de lo que estaba haciendo, iba a vomitar, así que mantuve los ojos cerrados, no me acuerdo por cuánto tiempo, haciendo un esfuerzo terrible para conservar la compostura. Era como penetrar a una nube en el medio del cielo. Aun sin poder ver nada podía imaginarme todo lo que sucedía y así estaba bien; como ya dije, abrir los ojos representaba un serio peligro. Finalmente lo hice. Abrí los ojos y ya me sentía mejor, salvo por el dolor de cabeza en forma de hachazo que tenía en la frente. También tenía un venado muerto en la boca y a Victoria, profundamente dormida, mirando hacia el placard. Había sol en la ventana y estaba amaneciendo. Por la habitación había pasado un tornado.
Procuré no hacer ruido al levantarme y fui al baño. Odiaba tener un espejo en el baño y tener que rendirle cuentas. Me lavé la cara y los dientes. Mi pezón derecho estaba tan lindo en comparación al izquierdo que parecía nuevo. Levanté la tapa del inodoro y ahí estaba el teléfono de Victoria descansando en el fondo del agua. Meé sentado, tiré la cadena y salí del baño en busca de algún cigarrillo perdido en el comedor. Encontré uno en el primer paquete que abrí y salí a fumarlo al balcón. Golpeé dos veces la piedra del encendedor con el pulgar y la llama apenas sobrepasó el centímetro de altura. Sentí en el aire una pizca de muerte que venía a buscarme. El viento soplaba entre los árboles hacia el sur y entraba al comedor silbando con presencia. Tuve un miedo premonitorio. Meneé la cabeza y sentí frío, mucho frío. Terminé el cigarrillo, tiré la colilla hacia la avenida y el viento la trajo de vuelta al balcón. Mierda, pensé. No me sale una. 
Luego sentí que alguien se acercaba. Era Victoria, medio despierta, medio vestida, con ojeras y los pelos revueltos. 
- Sos un hijo de puta, ¿sabes?
- ¿Qué? ¿Ni siquiera un “buenos días”?
- Está bien. Buenos días HIJO DE PUTA. ¡Te quedaste dormido!
- Sí, disculpá, es que estaba agotado.
- No, no me entendés. Te quedaste dormido arriba mío, hijo de puta, mientras garchábamos.
- ¿Sí?
- ¡SI! HIJO DE PUTA. Y no te pude despertar y estuviste como una hora arriba mío, roncándome en la oreja y babeándome. Te saqué el pito afuera y te empujé para el costado y seguiste durmiendo. ¡No tenés vergüenza!
- No sé qué decirte. Perdón. 
- Ah, ¡claro! ¿Te pensás que pidiendo perdón se soluciona todo?
- Puede ser, no sé… –le dije iluminado por el recuerdo, pero esta vez no sonrió-. ¿Qué querés que te diga? Estábamos los dos súper borrachos, no tengo muy presente lo que pasó.
- Claro, encima de hijo de puta, sos un forro. ¡Me voy!
- Hasta donde yo sé, vos eras la que quería verme sin camisa.
- Sí, y me desilusionaste. Pensé que eras distinto.
- ¿Por qué?
- No sé, me había hecho una imagen totalmente distinta de vos.
- Bueno, ahí está el problema. 
- ¡Abríme la puerta que me quiero ir!
- Bueno, no te olvides tu teléfono, está en el baño.
Victoria se cambió, fue hasta el baño y luego salió.
- La verdad es que no quiero que te vayas, ¿ no querés desayunar?
- ¿En serio pensás que podría llegar a quedarme luego de semejante humillación?
- No lo sé, pero igual me gustaría que te quedes. Cualquier persona puede tener una noche mala.
- Sí, y vos la acabas de tener.
No había manera de convencerla. Victoria salió del departamento y se quedó esperando el ascensor, puteando a los gritos, y yo me fui a paso veloz por la escalera ideando algún plan. Yo era mucho más rápido que el ascensor, aun con una resaca de las buenas. Mis pies parecían volar entre los escalones de azulejo frío y desde las puertas cercanas a la escalera se distinguían los aromas de los desayunos de mis vecinos. Ya se sentía el televisor prendido de la señora Capela, del segundo piso, sintonizado en el canal de misa como todos los días. Escuchaba las canciones religiosas y como estaba un poco sorda gritaba las letras. También bailaba y se notaba por el ruido que hacía con sus pies. Unos años atrás, el señor Capela había ganado una buena plata en la lotería y esa misma noche dos hombres entraron al departamento, forcejearon con él y lo acuchillaron en las manos, en el tórax y en las piernas. Ya en el hospital, y tajeado como un jamón viejo, la señora Capela le confesó que ella había contratado a los dos hombres porque se había enterado de sus infidelidades. Que no le importaba la plata, que lo que le importaba era que él había roto su promesa frente a Dios y frente a ella, y eso no lo podía soportar. El señor Capela se recuperó de las heridas y prometió nunca más volver a engañarla; tiempo después, desapareció sin dejar rastro. Todos en el edificio pensaban que había sido ella y así me lo advirtieron mis vecinos cuando me mudé.
- Está loca.
- No sale nunca de su departamento, el hijo viene cada un mes y le llena la heladera.
- ¡Es millonaria! ¡Es una vieja perra con suerte!
- ¡No hay justicia en este mundo, sólo la que hacemos nosotros mismos!
- Bueno, cada uno tiene lo suyo –respondí en la primera y última reunión de consorcio que fui. Solo puedo imaginarme lo que dirían de mí: ¡Es un borracho! ¡Se encierra, se emborracha y hace que escribe! ¡¡Es un fiasco!! ¡Nunca lo publican! ¡Siempre escuchando esa música satánica y tocando la guitarra! ¡La otra vez vomitó desde el balcón y se quedó dormido en el piso! ¡Yo lo vi! ¡¡Yo también!! 
Desde entonces cada vez que tomaba la escalera pensaba en la historia de la señora Capela y escuchaba la misa viniendo desde su departamento, llamándome, invitándome a pasar. Yo siempre seguía de largo. Mis pecados también. No había oportunidad. Bajé los últimos escalones y llegué a la entrada del edificio justo cuando Victoria estaba abriendo la reja del ascensor. La puerta hacia el subsuelo estaba abierta y llegaba olor a humedad y a encierro. Los gritos de Victoria continuaban. Eran fuertes, retumbaban sobre los vidrios del palier y se perdían con eco sobre las paredes del garaje. 
- Calláte un segundo, por favor te lo pido –dije. La cabeza TAC TAC TAC TAC TAC me martilleaba. 
En vez de abrirle la puerta, la intercepté con un abrazo que no esperaba. Se movió ferozmente para intentar despegarse, lo logró, y al hacerlo, me pegó unas buenas cachetadas. Tenía las manos pesadas y aros duros. Dejé que se descargara un poco y cuando me cansé la abracé nuevamente, esta vez con un poco más de fuerza.
- Esto no lo esperaba –dijo Victoria, y luego de decirlo, se calmó. 
Nos quedamos pegados unos minutos. Tenía a una persona atrapada entre mis brazos.
Subimos nuevamente, intentamos desayunar, garchamos como pudimos y luego se quedó a comer al mediodía. Sólo tenía fideos, manteca, agua de la canilla en botellas de plástico, bicarbonato de sodio, latas de conservas caducadas, sal, pimienta, galletas y mucho alcohol. Por la tarde nos quedamos tomando cerveza, whisky, mirando películas y discutiendo a los gritos. Pasada la medianoche, todo cambió. 
La vida, en su versión más salvaje, volvía a aparecer.


martes, 28 de noviembre de 2017

Mi encuentro con David Foster Wallace

Acá tienen una historia extraña[1].
Era una mañana muy parecida a muchas mañanas anteriores, pero con dos diferencias fundamentales. Una, no me encontraba en mi ciudad, y dos, sentía que algo estaba por pasar. Ese algo… esa especie de electricidad en las tripas, no sabía lo que era ni lo que significaba, pero lo sentía como un relámpago, y no era ni bueno ni malo, pero el hecho de sentirlo había hecho de mi mañana una mañana particular. Hacía frío por las calles cuando salí de mi habitación, era todavía muy temprano, pero dentro de mi perspectiva, el sol brillaba y casi no había niebla. San Francisco había sido una buena elección y no lo lamentaba para nada.  
La gente caminaba tranquila a su propio ritmo frenético por las calles, algo muy característico de la bahía. Repito que algo pasaba pero no me salía explicarlo. La música tapaba en parte mis pensamientos más profundos, así que por un rato decidí bloquearlos intencionalmente para darme un respiro ante tanto pensamiento rabioso. Me despabilé. Subí el volumen al máximo y me dediqué a la ambivalencia con placer por algunas cuadras mientras sonaba en los auriculares un poco de death metal. Seguí caminando, sintiéndome impávido, y cuando entré a la cafetería todo se fue a la mierda. 
El reloj me miró y eran las ocho en punto de la mañana. Las agujas dividían el tiempo en porciones. No había mucha gente en la cafetería, tal vez cuatro o cinco personas. Pedí un café negro doble, busqué azúcar y me senté en una de las banquetas que daba a Market Street para espiar el inicio de la semana por la ventana mientras leía mi libro de turno[2]. Cada vez que levantaba la mirada no reparaba en los rostros, solo me concentraba en el movimiento, en el fluir incesante de cabezas que iban en ambas direcciones. De repente algo llamó mi atención: una camioneta GMC negra aceleró para llegar a pasar con el semáforo en verde y atropelló a una persona que iba en bicicleta. Mi primer impulso fue gritar, pero no me salió. Me quedé callado, asombrado con lo que había visto[3]. Las personas de la cafetería salieron a ver qué había pasado y algunos curiosos comenzaron a sacar fotos con sus teléfonos. Para cuando llegó la ambulancia, el único médico que había entre la gente amontonada decía que el ciclista estaba muerto. Pasó un camión de bomberos por el lugar del accidente. No frenó. Cinco minutos después volví a la cafetería temblando en corcheas y sin entender si lo que había sucedido formaba parte de eso que sentía que iba a suceder. No me había pasado a mí, y me debatía sobre si haber sentido algo raro era una señal de que tal vez lo podría haber evitado. El pensamiento rabioso volvía a aparecer. Terminé el café y pedí otro para llevar. Salí de la cafetería y ya habían limpiado la mancha de sangre de la avenida. La semana había comenzado.
Ni bien retomé la marcha, traté de calmarme respirando pausadamente y concediéndome más placebo. Puse otro disco, no recuerdo cuál, y continué mi camino sin sentido por Market Street hasta el inicio de Embarcadero, doblé triste hacia la izquierda y seguí caminando porque no tenía otra cosa para hacer.
A partir de este momento la historia cambia, se reinventa. No lo había señalado anteriormente ya que todavía no era necesario ni relevante para que los hechos se sucedan, pero llegado a este punto, me siento casi obligado a ajustar el relato para adecuar algunos detalles y referencias que van a empezar a entran en juego posteriormente. Aquella mañana tan particular, de la cual ya había evidenciado ciertas cosas relativas a los impulsos corporales, tenía puesta una remera negra con la cara de Picasso en el centro y una frase cerca de la línea de la cintura[4]. Era una remera que había conseguido un tiempo atrás en un local de Mar del Plata y que usaba regularmente por la comodidad que me generaba. Nada del otro mundo si consideramos que podría haber usado cualquiera de las otras remeras que tenía a mi disposición en el viaje, pero como la había usado para dormir la noche anterior y no me había bañado, no veía motivo para cambiarla. La usé, y gracias a ella, la historia sigue en el próximo párrafo.
Luego de caminar cerca de una hora por Embarcadero llegué a North Beach. Ya se notaba el calor en el pavimento y el afluente de turistas cerca del famoso Pier 39[5]. Seguí de largo a paso apurado por Jefferson Street y unos minutos después, cuando la calle terminó, ya me encontraba dentro del Aquatic Park con su vista abierta a la imponente isla de Alcatraz. Había sido una mañana extraña y el mediodía estaba a la vuelta de la esquina, así que me tiré en el pasto a seguir leyendo para hacer tiempo e ir a buscar algo para comer a Michaelis[6]. Estaba inmerso en poesía sucia y hermosa cuando sentí que una persona se abalanzaba cerca de mí. Los rayos de sol no me dejaban apreciar más que la silueta de alguien que ahora estaba a unos pocos metros de distancia, sentado y mirándome con una sonrisa entre labios. Achiné un poco los ojos y traté de hacer foco con la mirada. Era un hombre de contextura robusta, de unos treinta o treinta y cinco años de edad, vestido con unas bermudas verdes con bolsillos en los costados, zapatillas New Balance castigadas, medias blancas hasta la mitad de las pantorrillas, anteojos redondos a lo Lennon y un pañuelo color crema sobre la cabeza. Parecía amigable pero yo no lo era y nunca lo había sido, menos con extraños y mucho menos en ciudades ajenas y después de lo que había ocurrido horas antes. Ya no sentía esa electricidad en las tripas, el relámpago se había desvanecido y solo me quedaba un poco de hambre y una desolación perfectamente controlada a través del arte escrito en absoluta calma.
 Seguí leyendo. No me importaba. O tal vez sí, pero el accidente había modificado una parte de mi percepción de manera temporal y no quería hacer otra cosa que lo que yo deseara, y como deseaba estar tranquilo y no ser molestado, no reparé en nada ni nadie por un rato.
El rato pasó y esta persona seguía sentada cerca, muy cerca. No había forma de evitar su mirada cada vez que algo se retorcía dentro del libro y me obligaba a apartar la atención de las palabras. Estaba sentado en el pasto, igual que yo, como esperando su turno para entrar en escena. Finalmente lo hizo. Se paró, dio unos pasos torpes y se sentó a mi lado.
Lo primero que hizo fue presentarse. Dijo que su nombre era David y que era de Nueva York. Parecía nervioso. Yo le devolví el gesto con moderada empatía.
-              Te vi caminando hace un rato cerca de Leavenworth, estaba comiendo una hamburguesa y noté tu remera pero no pude leer lo que decía la frase, ¿te molesta?
-              No, para nada – dije.
Estiré mi remera hacia abajo.
-              ¿Crees en eso?
-              Creo que sí, pero depende del tipo de arte que estemos hablando, ¿verdad?
-              Verdad.
Si la charla hubiera terminado en aquel momento, luego de cumplir su deseo de leer la frase de mi remera, me hubiera sentido bien, pero no fue así. Hice una mueca con mis labios parecida a una risita pueril y volví a la lectura por unos instantes, tratando de concentrarme en el pájaro azul de la página 120 del libro, pero algo en mi interior nuevamente apareció[7]. Por las dudas, y sabiendo lo mucho que me había arrepentido en situaciones similares en el pasado, decidí cerrar el libro y le convidé un chicle de menta.
-              Gracias, Juan.
-              Bueno, ¿y que te trae a San Francisco? – pregunté.
-              Ayer fue mi cumpleaños.
-              Feliz cumpleaños entonces.
-              Sí, gracias.
-              ¿Viniste solo a la ciudad?
-              Sí, necesitaba hacerlo[8].
-              Todos necesitamos hacerlo de vez en cuando. Yo también vine solo.
-              Y sos escritor, ¿no?
La pregunta me descolocó un poco.
-              Me considero un lector ávido al que le gusta escribir algunas idioteces cuando tengo tiempo. Me daría miedo llamarme a mí mismo escritor.
-              ¿Por qué?
-              Porque engloba demasiados conceptos paralelos. No todo el que escribe es escritor. Tocar la guitarra no te transforma en guitarrista y tener plumas no te convierte en gallina.
-              Entiendo perfectamente tu punto.
Durante unos minutos, la charla tocó cuestiones más o menos parecidas. David preguntaba tímidamente y yo me limitaba a contestar en ambiguos cargados de verdades personales. Tal vez porque dentro de mi postura me resultaba extraño que una persona cualquiera se interesara en mí era que había bajado un poco la guardia y mostraba mis partes frágiles. Total, existía una posibilidad muy fuerte de que no nos volviéramos a ver.
-              Bueno, ya te molesté demasiado…- dijo David encogiéndose de hombros.
-              No lo hiciste.
-              No importa, tengo que irme, tengo que seguir camino.
-              Bueno.
-              Si no tuvieras puesta esa remera, tal vez nunca me hubiese acercado…
-              Entonces estoy muy contento de no haberme bañado esta mañana.
Le di la mano cálidamente. Durante ese instante sentí su piel cargada de energía, como si su palma fuese electricidad pura y cada dedo un rayo de distinta intensidad. Se paró y se fue caminando en dirección al Museo Marítimo y lo perdí de vista luego de que un mar de gente me confundiera a la distancia cuando ya estaba cerca de Van Ness Avenue. Luego de ese encuentro fui a comer y unos días después, enmarañado de cosas, volví a mi ciudad.
El tiempo pasó, unos dos o tres meses.
Tal vez cuatro.
Estaba con mi novia en un local de películas copiadas buscando qué ver esa noche de jueves. Como siempre, yo buscaba algo que me motive y ella algo que la divierta. Revolviendo las pilas de discos piratas, investigando los anaqueles de thrillers, suspenso, comedia, documentales y demás, Gala se sintió atraída por una película en particular que recién había sido estrenada en los cines. La predilección por lo nuevo era algo que siempre la había caracterizado. La película se llamaba “The end of the tour” y era protagonizada por Jesse Einsenberg y Jason Segel. Cuando me mostró la portada me sentí cautivado, y cuando vi los actores principales y el dueño del local nos contó que era sobre un escritor que no conocía, no hubo mucho más que pensar. Pagamos, subimos al auto y nos escabullimos a casa.
Vimos la película. Trataba sobre el encuentro en 1996 entre el periodista David Lipsky de la revista Rolling Stone y David Foster Wallace, escritor norteamericano de 34 años y responsable de “La broma infinita”, novela que lo había catapultado a la fama mundial. La película en sí no brillaba mucho pero eso no era lo importante. Mi atención se había centrado enteramente en el personaje interpretado por Jason Segel y en su vestimenta. Usaba una bandana en la cabeza en casi todas las escenas y llevaba unos anteojos redondos que me hacían acordar a alguien. Tardé un tiempo en entrar en razón y atar ciertos cabos, y pasaron unos días hasta que finalmente me puse a investigar quien era.
La primera foto que vi fueron como mil patadas de asombro en la cabeza.
Instantáneamente, como un impulso involuntario salido de mis extremidades -y mientras empezaba a gotear como si estuviera en un sauna turco con diez camperas puestas- abrí YouTube y escribí DAVIDD FOSSSTE WALLACEEE con una urgencia inusitada en mi persona. Lo primero que apareció fue una entrevista realizada el 27 de marzo de 1997 por Charlie Rose, un periodista que yo desconocía pero que en teoría era gran cosa. Y ahí estaba él, con su bandana y sus anteojos, su camisa blanca y su corbata bordó, lleno de tristeza e ingenio, tratando de hacer un esfuerzo sobrehumano para adecuar sus palabras y pensamiento a su torrente incontrolable de ideas. La pantalla me absorbió como en una trama de ciencia ficción. Treinta y dos minutos y treinta nueve segundos después, me volví loco.
Comencé entonces a juntar toda la información disponible de mi nuevo descubrimiento de manera violenta. Gala no era ajena a mi comportamiento compulsivo pero admito que se asustó durante algunas semanas al verme transpirar de esa manera y, en teoría, sin razón. Fui a todas las librerías de la ciudad y salí de muchas de ellas decepcionado porque ni siquiera sabían de quien estaba hablando. “¿Foster qué?” era la respuesta más común[9]. No me desalenté. Pedí algunas copias usadas por Internet. Descargué cuentos, ensayos, frases, párrafos, pensamientos, todo lo que pudiese encontrar, y los leí durante meses con la angustia de alguien que llega tarde a los fuegos artificiales y solo siente el olor a pólvora en el aire. O peor, la angustia de alguien que tuvo en su mano el encendedor para prenderlos justo antes de que la tormenta irrumpiera en el cielo.
Leer a Wallace es una experiencia poderosa e inaudita, agotadora, intensa y entretenida. Todos sus libros son de una complejidad diabólica, retorcidos, repletos de juegos, acertijos y brillantez, y al mismo tiempo, son capaces de analizar crudamente la realidad mediante una pluma áspera y desoladora. Basta leer algunas líneas para darse cuenta que estamos frente a un autor enfermo y genial, atormentado por una autoexigencia imposible de soportar para su débil estructura psicológica, una persona que en público hacía esfuerzos por resultar encantador pero que en privado se castigaba por su extrema necesidad de atención.
Heredero de la tradición posmoderna de los años 50 y 60, primero tomó notas bajo esa sombra instructiva y luego se desvió, rechazó sus preceptos para acercarse más a una literatura “sanadora” para curar sus heridas, se volvió un tanto más moralista pero sin perder en ningún momento el potencial formal, quirúrgico y visionario. Esa fue una de sus luchas fundamentales, tratar de recuperar el sentido más idealista de la literatura sin renunciar a su esencia iconoclasta y experimental.
 “El mundo en el que vivo consiste en 250 publicidades diarias y un número indefinido de opciones de entretenimiento, la mayor parte de las cuales están subsidiadas por corporaciones que intentan venderme algo”, declaró en algún momento Wallace. Fanático acérrimo de la Coca Cola, la comida chatarra y Los Expedientes Secretos X, pocas veces, sino solo una, Estados Unidos ha producido un autor de semejante talla, tan sumido en la idiosincrasia de su civilización y sin embargo tan crítico y brutalmente sincero al razonar sobre ella. Una persona llena de conflictos que hablaba desde el corazón mismo del propio capitalismo, desde adentro[10], a otros como él, parecidos, no tan afectados ni tan lúcidos ni superdotados pero sí tocados, irradiados por la onda expansiva de la cultura norteamericana si la entendemos como un sumario de la era tecnológica y de un progreso tan restrictivo como una bala sin dirección ni sentido.
Es extraño como uno llega a distintos autores en diferentes momentos o etapas. Lo normal es que se presenten por medio de alguna recomendación, como estoy haciendo ahora, pero lo más especial es cuando simplemente aparecen sin haberlos buscado. Así fue para mí. He tenido la suerte de encontrarme innumerables veces en sueños con Hunter Thompson, he compartido cervezas y pintas de whisky con Bukowski y su pastelito, le he convidado cigarrillos liados a Carver y una vez lo vi caminando a mi querido Ernest por aquel encanto de callejuela que es la rue Mouffetard. Mi encuentro con David no fue un sueño, fue real y a la vez irreal, estaba despierto aunque me deslizaba como un sonámbulo por esta suerte de realidad fragmentada que para algunos de nosotros es la vida. Pensándolo en retrospectiva tal vez no estaba preparado en aquel momento para tanta intensidad.
Ahora pasaron más de dos años de aquel encuentro, y en pocos días se cumple un nuevo aniversario de su suicidio. Estoy vivo y aunque siento una profunda tristeza por todo lo sucedido aquel día, ahora esta historia deja de pertenecerme. Alguien que no fui yo dijo que es necesario que los finales sean fuertes, que te dejen algo más allá de las palabras leídas. Nunca fui bueno haciéndolo. Por eso, qué mejor que volver al inicio parafraseando al responsable de todo esto para ver si existe algún significado[11].
Nos vemos.




[1] Un comienzo así tal vez sea atractivo pero de ninguna manera lo considero fácil de abordar. Pareciera ser que, en la actualidad, los artículos literarios responden casi exclusivamente a una lógica de mercado, situando al lector en el papel de consumidor pasivo y dejando de lado cuestiones fundamentales. Me resulta difícil, sino imposible, contar una historia o escribir una reseña sin ahondar en cuestiones de referencia, las cuales creo que son las que hacen que algo resulte interesante, ameno, cautivador. Mi intención es que lean, claro, y por esa razón es que decidí arbitrariamente comenzar resaltando que ésta es, sin lugar a dudas, una historia extraña, porque ciertamente lo es, aunque también exista algo intrínseco y oculto entre líneas: si se logra dilucidar el porqué de esa primera frase más allá de la explicación, y si las primeras líneas de esta nota al pie resuenan en algún recoveco de tu ser, es que vamos por el buen camino, o al menos, en uno con significado.
[2] Días atrás había comprado “The last night of the Earth Poems” de Charles Bukowski y lo estaba leyendo por segunda vez. “Libro de turno” puede sonar despectivo en algunos círculos pero en este contexto es meramente un añadido necesario para que el relato no se trunque.
[3] Algo de ese suceso todavía se encuentra alojado en mi retina, lo cual lamento profundamente. En mi mente quedó construida la secuencia del accidente como una especie de storyboard que en ocasiones aparece frente a mis ojos con una claridad desconcertante. Fue la primera y, hasta ahora, única vez que vi algo de semejantes proporciones, donde la condición humana perdió toda la humanidad que le quedaba al fugarse con total impunidad.
[4] “Art is a lie that make us realize truth”.
[5] No voy a emitir un juicio de valor acerca de este lugar y su fisonomía porque no viene al caso, sólo quiero resaltar el olor a cangrejo quemado, el ruido constante de artistas callejeros sin talento y la increíble cantidad de oferta de remeras, anteojos y chucherías por toda la zona.
[6] Voy a emitir un juicio de valor acerca de este lugar y su fisonomía porque se lo merece, ya que fue en este lugar donde comí los sandwichs más ricos de toda la ciudad. No sólo quienes atendían eran personas cálidas y amables, sino que estaban predispuestos a ayudarte si estabas perdido, a cobrarte menos si estabas corto de plata y hasta darte consejos sobre lo que preguntaras, desde si añadirle queso americano o provolone a tu Corned Beef Sandwich o si Dios existía y cuál era el lugar del ser humano en el mundo. 901 North Point Street y la esquina de Larkin. De nada.
[7] Pareciera ser un cliché en situaciones similares donde a uno se le presenta la oportunidad de profundizar sobre algo o simplemente dejarlo pasar que no sabe realmente qué hacer. Yo sí que lo sabía, repito, no quería ser molestado, quería estar tranquilo con el sol como único confidente, pero algo en él me generaba una cercanía que obviamente no entendía ni sabía de donde podía llegar a venir.
[8] Respuestas así siempre dejan un pequeño margen para que la otra persona especule las razones, o al menos, los motivos de porqué alguien llega a contestar una pregunta relativamente sencilla y directa de manera abierta. De todos los escenarios posibles, David había optado por responder en tono enigmático, enclaustrando sus palabras dentro de un contexto de imperiosa necesidad humana. Lo noté, claro, pero como yo hacía lo mismo cuando quería que la charla se desviara hacia mi propio campo, no profundicé.
 [9] Muchas de las personas que trabajan en librerías desconocen el poder que tienen sobre los lectores, y he vivido en carne propia numerosas ocasiones de desconcierto al preguntar por ciertos autores. Sin pensarlo demasiado, tuve situaciones parecidas cuando he consultado por títulos de Kenzaburo Oé, Boris Vian, Hanif Kureishi, Malcolm Lowry y también, por más increíble que parezca, de Dylan Thomas.
[10] Desde él mismo.
[11]Eso de que la verdad es más extraña que la ficción es un mito. En realidad son igual de extrañas las dos. Las cosas más extrañas tienden a suceder”.